Recientes
noticias a nivel local y mundial ponen en manifiesto que el animalismo se
encuentra en pleno auge. Quizás algún desprevenido lector quite importancia a
este particular fenómeno, considerando que sólo algunos activistas veganos son
los que impulsan métodos radicales para hacer pública su doctrina. Ese
escepticismo, o subestimación tal vez, al movimiento animalista es el que en
tiempos pretéritos restó importancia al pequeño germen del feminismo, aduciendo
que las feministas radicales eran sólo una minoría. Lo cierto es que hoy, la
doctrina que promueve la igualdad entre el hombre y las bestias, sigue el
camino lógico de todo movimiento totalitario, ya sea que se trate de prácticas fascistas
contra la propiedad privada de un empresario, la puja por cambiar el sistema
jurídico imperante o incluso promover alteraciones en los usos y costumbres del
habla español.
No
es extraño encontrar personas que consideren a una mascota como un hijo o
hallar a quienes sostengan que el denominado “especismo” es equiparable a un
genocidio, y más frecuente aún es escuchar a aquellos que defienden un supuesto
“derecho de los animales”. En un diseño social que respete la libertad de
expresión, tales premisas pueden ser vertidas sin que exista censura alguna,
como así también estarán quienes libremente critiquen tales posturas. Nadie
puede negar que en occidente hoy un hombre vestido de dama pasa a ser mujer y
que una gata con un collar fino pasa a ser una hija, lo que da cuenta de que el
relativismo no es patrimonio exclusivo de la ideología de género. El mayor
riesgo es que los defensores de estas ideas intentan utilizar el aparato
coercitivo del Estado en desmedro de las tradiciones, la propiedad y la lógica,
obligando a toda una población a que sostenga tales delirios.
Ciertamente
nada loable hay en maltratar una especie animal. Quien goce del sufrimiento
presenta a la luz de la verdad una patología que debe ser atendida lo antes
posible. Incluso, vale destacar que aquella persona que cuide en forma
responsable un animal refleja una gran bondad que reside en su corazón. Pero cuan
ofensivo para el intelecto resulta la equiparación de seres racionales y
volitivos con bestias.
No
faltará algún evolucionista que sostenga que la equiparación entre humanos y
animales procede de la misma naturaleza, por cuanto el Hombre es resultado de
una evolución originada en vaya a saber uno qué especie. Apelar a esta idea
sostenida en forma popular no genera ninguna prueba de que existan meras
diferencias cuantitativas entre las especies y el Hombre. En rigor de verdad,
la diferencia es cualitativa. Desde que existen registros históricos existen
pruebas de que la humanidad poseía cultura. Desde las primeras pruebas de la
existencia de la humanidad (es útil recordar que argumentos contrafácticos
jamás deben ser considerados en un debate serio) se extrae la existencia de
ropajes, dibujos e incluso ritos sagrados. Simplemente con la evidencia
científica ya es posible marcar que las sociedades humanas han variado a lo
largo de la historia, pasando desde monarquías católicas hasta tiranías
comunistas. Existieron diversas formas de organización familiar y política,
incluso, las formas de trabajo cambiaron drásticamente. Pero los animales, por
más que puedan presentar leves alteraciones conductuales por estar amaestrados
o simples cambios fisiológicos por alguna razón, lo real es que siguen siendo
eso: animales. No se ha encontrado aún una hormiga que haga algo distinto a lo
que su naturaleza ordena, tampoco hay registros de perros realizando alguna
simple raya en la arena como forma de dibujo o de algún mono que decida tapar
sus partes pudendas con alguna hoja.
En
no pocas ocasiones suelen surgir críticas a una mujer que se auto percibe
hombre y sale al mundo como transexual, o el repudio a un hombre que se siente un
animal y decide vivir como un “transespecie”. Pero por una mera corrección
política, rara vez alguien se detiene a marcar la indignidad que posee aquel
que equipara una mascota con un hijo. Ser compasivo con las demás vidas no
implica reconocer igual grado de jerarquía.
Atentar
contra el derecho natural no acaba simplemente con la lucha por el aborto o la
ideología de género. Reducir la dignidad del Hombre a una mera bestia implica
deshacer lo más profundo de su ser para luego poder ser domesticado por
cualquier sádico que encuentre una sociedad llena de mansos. Este deseo de
retorno a lo fáunico que proponen los animalistas no es más que una rama, entre
tantas que presenta la posmodernidad, en la que, bajo las premisas
sentimentales, se busca que la persona sea cualquier cosa menos un ser de
razón, voluntad y dignidad.
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