Autor recomendado:
Russell
Kirk (Plymouth, Míchigan; 19 de octubre de 1918-Mecosta, Míchigan; 29 de abril
de 1994) fue un filósofo político, historiador y crítico social estadounidense,
conocido por su gran importancia para el renacimiento del pensamiento
conservador clásico del siglo XX, en EE. UU. en particular, y a través de su
influencia en ese país, en el mundo occidental en general.
Texto de Referencia:
El
término libertarismo no es del agrado de las personas que reflexionan
seriamente sobre política. Tanto el Dr. F. A. Hayek como este servidor, más de
una vez, nos hemos tomado la molestia de declarar públicamente que rechazamos
que se nos designe con esta etiqueta. Cualquiera que haya recibido la influencia
del pensamiento de Edmund Burke y de Alexis de Tocqueville –como es el caso del
profesor Hayek y de este comentarista– es un firme enemigo de las ideologías. Y
el libertarismo no es más que una ideología simplista que seduce a esa variedad
de personajes que Burckhardt llamaba "los terribles simplificadores".
No
obstante, en el momento actual pienso que cabría decir algo a favor de los
libertarios. Ya habrá tiempo para repasar sus vicios, pero me dispongo ahora a
llamar la atención sobre tres aspectos característicos de las gentes que
aceptan llamarse libertarias que quizás reconforten las entretelas de sus
rebeldes corazones.
En
primer lugar, un número no despreciable de los que aceptan la etiqueta de
libertarios en realidad no lo son en absoluto desde un punto de vista
ideológico, sino que son conservadores a secas que responden a otro nombre.
Estas personas ven en el crecimiento del estado monolítico, especialmente
durante el último medio siglo, una feroz amenaza a la libertad. Por descontado,
tienen toda la razón.
Porque
resulta que quien deposita su confianza en un orden moral perdurable, en la
Constitución de los Estados Unidos, en el modo de vida estadounidense
establecido y en la libertad económica no es otra cosa que un conservador,
aunque se vea limitado por una imperfecta comprensión de los principios
políticos generales. Este tipo de estadounidenses son al movimiento conservador
en los Estados Unidos lo que los liberales unionistas han sido para el Partido
Conservador en Gran Bretaña: estrechos aliados en la práctica que hoy es casi
imposible diferenciar. Los libertarios que responden a esta descripción por lo
general son los herederos de los antiguos liberales clásicos, y suelen unir sus
fuerzas a las de los conservadores a secas para luchar contra la amenaza que
representan el despotismo democrático y el colectivismo económico.
En
segundo lugar, los libertarios casi siempre intentan poner freno a las
políticas exteriores prepotentes. No creen que Estados Unidos deba instalar sus
tropas en todo el mundo, y de hecho tampoco yo creo que deba hacerlo.
En
tercer lugar, una mayoría de libertarios cree en la escala humana, es decir, se
oponen vehementemente a lo que Wilhelm Roepke llamaba "el culto a lo
colosal". Defienden la causa del individuo autosuficiente, de las
asociaciones voluntarias, de la justa recompensa a los logros personales.
Conocen los peligros de la centralización política. En una época en que muchas
gentes están dispuestas –encantadas, además– a trocar su independencia por adquirir
derechos, los libertarios nos exhortan a mantenernos virilmente en pie.
En
resumen: la propaganda libertaria, que es abundante, realmente pone el dedo en
muchas llagas sociales de nuestro tiempo, particularmente en la represión de
las personas vigorosas y ambiciosas llevada a cabo por unas estructuras
políticas centralizadas y la imposición de doctrinas igualitarias. Muchas
personas se sienten justificadamente descontentas con la condición humana. Y
algunas de estas personas descontentas descubren los dogmas libertarios y se
vuelven, al menos por un tiempo, entusiastas defensoras de la ideología
conocida como libertarismo.
He
dicho "por un tiempo". Y es que hay jóvenes que han pasado de un
inicial apego por las consignas libertarias a sumarse al campo conservador. No
son pocos mis alumnos más fieles o mis asistentes que pocos años antes se
habían sentido atraídos por los argumentos empleados por Ayn Rand o Murray
Rothbard. Pero a medida que se instruyeron más, tomaron conciencia de las
inadecuaciones y extravagancias de las diversas facciones libertarias y, como
comenzaron a prestar atención en serio a nuestras actuales dificultades
políticas, acabaron comprendiendo lo escasamente prácticas que eran sus
propuestas. Hallaron de este modo el camino que los condujo al realismo
conservador, para el que la política es el arte de lo posible. Así pues, puede
afirmarse del libertarismo, con ánimo bondadoso, que frecuentemente ha sido una
oficina de reclutamiento para jóvenes conservadores.
¡Vaya!
He logrado reconocer sus méritos a los libertarios. Ahora, permítaseme ocuparme
de sus defectos, que son muchos y graves.
Resulta
que los libertarios ideológicos no son conservadores en ninguna de las
acepciones verdaderas que esta palabra tiene en el vocabulario de la política,
así como tampoco desean los más cándidos libertarios que se les identifique con
los conservadores. Antes al contrario, son doctrinarios radicales que
desprecian el legado que hemos recibido de manos de nuestros ancestros.
Disfrutan con el radicalismo de Tom Paine, incluso aplauden a aquellos famosos
radicales del siglo XVII, los Levellers y los Diggers, que estaban dispuestos a
acabar con todas las lindes entre terrenos de cultivo y habrían sido capaces
también de acabar con todo el entramado de la iglesia y el estado. Los grupos
libertarios difieren entre sí en algunos aspectos y manifiestan grados
distintos de fervor. Pero en general puede decirse de ellos que son anarquistas
filosóficos vestidos de burgueses. De las viejas instituciones de la sociedad,
sólo la propiedad privada les parece digna de ser conservada, y aspiran a una
Libertad abstracta que jamás ha existido en civilización alguna.
Un
problema inherente a este modo primitivo de entender la libertad es que de
ninguna manera podría funcionar en los Estados Unidos del siglo XX. La
república de los Estados Unidos, a la par que el sistema industrial y comercial
de este país, requiere del más alto grado de cooperación que ninguna otra
civilización haya jamás conocido. Prosperamos porque la mayor parte del tiempo
somos capaces de trabajar juntos, y porque nuestros apetitos y pasiones son
hasta cierto punto refrenados por leyes aplicadas por el estado. Es preciso
limitar los poderes del estado, desde luego, y nuestra Constitución nacional se
encarga precisamente de ello, si no a la perfección, al menos más
eficientemente que cualquier otra Constitución nacional. La Constitución de los
Estados Unidos de ningún modo es un experimento libertario. Fue redactada por
un grupo aristocrático de hombres que aspiraban a "una unión más
perfecta". Los delegados a la Convención Constituyente tenían sano pavor
de los libertarios de 1786-87, encarnados en el grupo de rebeldes que se sumó a
Daniel Shays en Massachusetts. Lo que la Constitución estableció fue un nivel
más elevado de orden y prosperidad, no un paraíso para anarquistas.
El
éxito de la economía estadounidense está asentado en las viejas bases de sus
hábitos morales y en sus costumbres y convicciones sociales, en una importante
experiencia histórica acumulada y en la aplicación del sentido común a la
comprensión de la política. Nuestra actual estructura de libertad empresarial
es notablemente deudora de la concepción conservadora de la propiedad y la
producción que defendió Alexander Hamilton, enemigo de los libertarios de su
época. En cambio, nada debe a la destructiva idea de libertad que asoló Europa
durante el periodo de la Revolución Francesa, es decir, a la libertad imposible
y ruinosa predicada por Jean-Jacques Rousseau. Y resulta que nuestros
libertarios del siglo XX son los discípulos de la idea que Rousseau se hacía de
la naturaleza del hombre y de sus doctrinas políticas.
Me
pregunto si he distinguido a los libertarios de los conservadores con
suficiente claridad, ciñéndome a trazar la frontera entre ambos en lugar de
dedicarme a refutar los argumentos de los libertarios. Pronto habrá que
acometer esta tarea.
¿Por
qué los auténticos conservadores son especialmente reacios a establecer con
este tipo de liberales doctrinarios vínculo alguno? ¿Por qué es inconcebible
una alianza entre conservadores y libertarios, salvo para muy limitados
empeños? Daré una respuesta categórica a estas preguntas. Los libertarios son
rechazados porque están metafísicamente locos. La locura ahuyenta, y especialmente
la locura política. No quiero decir que sean peligrosos, sino únicamente que
provocan rechazo. No pueden poner en peligro nuestro país y nuestra
civilización porque son pocos, y todo indica que cada vez serán menos. De todos
modos, no se escoge como socio político siquiera a un lunático inofensivo.
¿Qué
quiero decir cuando afirmo que los libertarios estadounidenses de hoy en día
están metafísicamente locos y que, por consiguiente, son repelentes? Me
limitaré a exponer sólo algunas de las más obvias taras del libertarismo, en
tanto que modalidad de plausibles creencias morales y políticas.
En
primer lugar, la gran línea divisoria de la política moderna, nos recuerda Eric
Voegelin, no es la trazada entre totalitarios, por un lado, y liberales (o
libertarios), por otro, sino la que separa a quienes creen en un orden moral
trascendente, por un lado, de los que, por otro lado, cometen el error de
pensar que nuestra efímera existencia individual es el fin último de todas las
cosas.
En
segundo lugar, el orden es la primera de las necesidades en cualquier sociedad
tolerable. Sólo es posible establecer la libertad y la justicia después de
haber logrado garantizar un orden razonablemente seguro. Pero los libertarios
privilegian una Libertad abstracta. Los conservadores, que saben que "la
libertad reside siempre en los objetos sensibles", son conscientes de que
la libertad sólo puede hallarse en el marco de un orden social. Mediante la
exaltación de una libertad absoluta e indefinida a expensas del orden, los
libertarios hacen peligrar la misma libertad que tanto admiran.
En
tercer lugar, los conservadores disienten de los libertarios en la definición
de aquello que mantiene unida a la sociedad civil. Los libertarios afirman –en
la medida en que son capaces de concebir algún tipo de atadura– que el nexo
principal de la sociedad es el propio interés individual, en estrecha
conjunción con los cobros en efectivo. Los conservadores, en cambio, declaran
que la sociedad es una comunidad de almas que reúne a los muertos, los vivos y
los que habrán de nacer, y que su argamasa es lo que Aristóteles llamaba
amistad y los cristianos llaman amor al prójimo.
En
cuarto lugar, los libertarios (al igual que los anarquistas y los marxistas)
generalmente creen que la naturaleza del hombre es buena y benéfica, aunque
echada a perder por algunas instituciones sociales. Por el contrario, los
conservadores mantienen que "con la caída de Adán pecamos todos": la
naturaleza humana, aunque incluye a la vez el bien y el mal, no puede ser
perfeccionada. La perfección de la sociedad, por consiguiente, es imposible de
lograr, puesto que todos los seres humanos son imperfectos, y, de paso, entre
sus vicios destacan la violencia, el engaño y la sed de poder. El libertario
avanza por una ilusoria senda hacia la utopía del individualismo; una senda que,
para los conservadores, es el camino que conduce al Averno.
En
quinto lugar, el libertario afirma que el mayor opresor es el estado. Pero para
el conservador el estado es natural y necesario para una realización plena de
la naturaleza humana y el desarrollo de la civilización; abolir el estado
equivale a abolir la humanidad, ya que ha sido creado para garantizar su
existencia. En palabras de Burke: "Aquel que nos dio una naturaleza para
que la acendráramos con nuestra virtud también concibió los medios necesarios
para que alcanzara la perfección. Por ende, concibió el estado, y concibió su
nexo con la fuente y arquetipo original de toda perfección". Sin el
estado, las condiciones de vida del hombre son deficientes, difíciles,
embrutecedoras y breves, como ya señalaba San Agustín muchos siglos antes que
Hobbes. Los libertarios confunden estado y gobierno: en verdad, el gobierno es
el instrumento temporal del estado. Pero todo gobierno, proseguía Burke,
"es una invención de la sabiduría del hombre que garantiza las necesidades
de los hombres". Entre esas necesidades, una de las más importantes es
"un suficiente freno a sus pasiones".
La
sociedad requiere no solamente que las pasiones individuales puedan ser
dominadas, sino que aun en las masas y en el individuo las tendencias de los
hombres se vean a menudo impedidas, su voluntad controlada y sus pasiones
sometidas. Tal cosa puede lograrse sólo mediante un poder que dimane de ellos
mismos, y que, en el ejercicio de sus funciones, no se encuentre sujeto precisamente
a la voluntad y las pasiones que tiene por fin reprimir y domar.
En
suma, una función primordial del gobierno es la restricción. Artículo de fe
para los conservadores, es poco menos que anatema para los libertarios.
En
sexto lugar, los libertarios acarician la quimera de que este mundo es un
teatro diseñado para que el ego pueda dar en él rienda suelta a sus apetitos y
pasiones más agresivas. En cambio, el conservador vive rodeado de misterio y
maravillas, en un ámbito que requiere sentido del deber, disciplina y
sacrificio, y cuya única recompensa es el amor que rebasa todo entendimiento.
Para el conservador, el libertario es un impío, en el sentido que los antiguos
romanos daban a la pietas, ya que es incapaz de respetar las viejas creencias y
costumbres, el mundo natural o el amor a la patria.
El
cosmos del libertario es un árido universo sin amor, una cárcel circular.
"Yo soy, y nadie más es", afirma el libertario. A lo que el
conservador responde citando a Marco Aurelio: "Estamos hechos para la
cooperación, como las manos, como los pies".
Se
trata de diferencias profundas, y no son las únicas. Pero aun siendo cierto que
conservadores y libertarios no defienden lo mismo, ¿puede concebirse que
coincidan en lo que rechazan? ¿Serían capaces de unir sus fuerzas para oponerse
a las ideologías totalitarias y los estados omnipotentes?
La
función primordial del gobierno, dicen los conservadores, es mantener la paz;
repeliendo a los enemigos exteriores, administrando justicia en casa. Los
gobiernos que se asignan metas más allá de estos objetivos frecuentemente
acaban enfrentándose a grandes dificultades, ya que no han sido creados para el
control absoluto de todos los ámbitos de la vida. Hasta aquí, en efecto,
conservadores y libertarios tienen algo en común. Pero los libertarios, en su
afán por alejarse lo más rápida y violentamente posible del ámbito del estado
del bienestar, están dispuestos a despojar al gobierno de los poderes
necesarios para organizar la defensa de los bienes comunes, restringir las
injusticias y las pasiones descontroladas y, en cualquier caso, impulsar una
gran variedad de tareas absolutamente necesarias para garantizar el bienestar
general.
Con
estos defectos de los libertarios en mente, los conservadores volverán una y
otra vez a la advertencia sobre los reformistas radicales que hacía Edmund
Burke: "Los hombres de mentalidad intemperante nunca pueden ser libres.
Sus pasiones les forjan sus cadenas".
Llegados
a este punto, supongo que habrá quedado claro que no soy un libertario. Me
atrevo a afirmar que el libertarismo correctamente entendido es tan ajeno a los
auténticos conservadores estadounidenses como el comunismo. El típico
conservador de este país cree en la existencia de un orden moral perdurable.
Sabe que el orden y la justicia y la libertad son el fruto de una larga y a
menudo dolorosa experiencia social, y que deben ser protegidos de amenazas
radicales abstractas. Defiende las costumbres, los hábitos, las instituciones
establecidas que han demostrado ser útiles. Declara que la gran virtud de la
política es la prudencia, y juzga las actuaciones públicas en función de sus
consecuencias a largo plazo. Siente apego por una sociedad diversa que promueve
las oportunidades y recelo ante cualquier ideología que pretenda someternos a
un solo principio abstracto, sea éste la igualdad, la libertad, la justicia
social o la grandeza nacional. Admite que la naturaleza y la sociedad humanas
no son perfectas y que la política es siempre el arte de lo posible. Suscribe
la sociedad privada y la libertad empresarial, y es consciente de que un
gobierno decente, capaz de reprimir la violencia y el engaño, es necesario para
garantizar la supervivencia de una economía sana.
Los
libertarios doctrinarios son capaces de ofrecernos únicamente una ideología
basada en el egoísmo universal, en un momento de la historia en que nuestro
país necesita más que nunca a hombres y mujeres dispuestos, si fuera necesario,
a subordinar sus intereses privados a la defensa de las cosas permanentes. Las
criaturas imperfectas que somos ya tendemos al egoísmo lo bastante como para
que se nos exhorte a perseguirlo por principio.
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