Autor: Horacio Giusto Vaudagna
Según
la mitología griega, Damastes, hijo de Poseidón y heredero de una fuerza
sobrenatural que acompañaba su gigante aspecto, era el famoso posadero de Eleusis,
aquella famosa ciudad de la antigua Grecia donde se celebraban los ritos
misteriosos de las diosas Deméter y Perséfone. Procusto, cuyo significado es “el
estirador”, fue el mítico apodo con el que se conoció a Damastes en razón de su
sádica y perversa práctica que realizaba sobre sus inadvertidos viajeros. Según
el mito, Procusto obligaba a sus visitantes a acostarse en su lecho de hierro para
que pudiera amoldar el tamaño de la víctima a las dimensiones de la cama, ya
sea cercenado las partes por estiramiento, o ya sea martillando aquellas partes
del cuerpo que sobresalían.
Este
particular mito resulta de una extraordinaria simpleza para explicar un
fenómeno complejo que subyace en todo relato feminista. Alcanzaría un paneo por
cualquier debate público para notar cómo cierta militancia ha exagerado datos
de la realidad (ej.: “mueren 54 mujeres por minuto en Argentina a causa del
aborto”) o simplemente los ha destruido (ej.: “no hay vida humana desde la
concepción) para ajustar toda evidencia a su propia ideología. En este sentido,
debatir contra esta gente resulta en un bucle sin fin, ya que si uno establece
la realidad científica y los datos estadísticos como punto de inicio, suelen
esgrimirse argumentos idealistas en su contra; pero cuando uno decide entonces
pasar al campo de las ideas morales para combatir, automáticamente el feminismo
gira su discurso a la supuesta realidad social. Así como Procusto torturaba a
las víctimas para ajustarles su tamaño al del lecho en cual estaban
aprisionados, el feminismo mutila cuanto dato e idea exista para adecuarla a su
propia razón de ser. Piénsese a manera ejemplar cómo, a pesar de que existe una
condena expresa de excomunión para quien procure el aborto, todavía hay
organizaciones que se autodenominan “Católicas por el Derecho a Decidir” ya que
la autopercepción no sólo sirve para construir la identidad sexual propia sino
también la esencia política y religiosa de una persona; también es dable mencionar
las paradojas que encuentra el sector ProVida al momento de entablar un debate,
ya que por un lado el feminismo sostiene que para ser mujer no se requiere
útero y por otro se dice que no deben opinar los hombres sobre el aborto porque
no poseen útero.
Esta
suerte de cinismo, que evidentemente arrastra la naturaleza humana desde sus
orígenes, da muestra del miedo intrínseco en toda militancia feminista, e
incluso, de la izquierda en general. Existe un temor que se manifiesta al
querer adaptar forzadamente todo aquello que pueda exponer la debilidad de los
argumentos esgrimidos. Procusto es sinónimo de lo que promueve todo
colectivismo totalitario, la “Uniformidad”. Claro ejemplo es la visión
profética del feminismo que viene a
plantear un mundo sin hombres ni mujeres, es decir, una sociedad en la cual no
haya tolerancia alguna a las diferencias naturales entre las personas. Esto
implica silenciar toda disparidad, tal como sucede con las censuras
sistemáticas por parte del poder político y cultural hegemónico, a la vez que
se imponga un relato igualitarista en la conciencia de cada ser humano.
Constantemente
las personas promedio deben adaptar sus conductas para no ofender el discurso
hegemónico del feminismo. Desde tolerar que hombres participen en concursos de
belleza femeninos, hasta la autocensura cuando una mujer sin mérito alguno
pretende lugares de privilegio, el feminismo ha creado un monstruo que en
nombre de la Igualdad eliminó toda noción de Libertad. En cada ámbito uno debe
observar cómo se ensalza a quien no hizo mérito alguno a la par que se tolera
la degradación del que sobresale. Con ideas totalmente cuestionables, como la
disparidad salarial a causa única del género o la tasa de criminalidad por
supuestos femicidios, la sociedad es configurada sobre una masa que esgrime
ideas de tolerancias con el sólo fin de que se respete una única idea
hegemónica y se aniquile la disidencia.
Ante
este fenómeno nada mejor que la firmeza en todo debate. Tal como hizo Teseo
para matar a Procusto, es más que recomendable obligar al feminismo en cada
debate que se adapte a la propuesta; esto es, si uno elige cuestionar sus ideas
morales, no permitir que escapen por la tangente de la supuesta realidad
social, pero si el cuestionamiento recae sobre la vida social, saber uno que el
mayor enemigo del feminismo es la propia realidad que arroja datos que superan
todo relato. Por todo lo expuesto, cabe concluir que el Teseo que ha de dominar
al feminismo es la propia naturaleza humana, la cual dota a cada ser de una
invaluable sed de Verdad y Libertad que sólo ha de saciarse si se le permite a
cada persona ser única y diferente del resto.
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