Todo
lector entregado a las obras de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino rápidamente
podría advertir la incongruencia que hay entre los conceptos de “tiranía” y “democracia”.
En principio, una democracia practicada en un pueblo poco virtuoso devendría en
una demagogia, mas no en un gobierno tiránico.
La
“Democracia” es a la luz de la verdad, un excelente sistema de deliberación
mediante el cual se pueden abordar consensos que mantengan unidos los grupos de
oposición. Las democracias liberales son superadoras a cualquier otro sistema
que ostenta promover la igualdad de los hombres ante la ley; tal es así que en
un sistema democrático cada voto de un ciudadano posee el mismo valor en
relación a otro, independientemente de su posición económica, jerárquica o
social. Sin embargo, si uno analiza la historia universal de la política podrá
observar cuantiosos casos en los que alguna persona, carente de respeto por las
libertades individuales, fue electa a través de los canales democráticos que
receptan las instituciones estatales. El ejemplo paradigmático y más cercano
para el pueblo argentino es la figura de Cristina Fernández de Kirchner, que
fue procesada como “jefa de asociación ilícita”. Esta señora comandó el rumbo
de una nación entera junto a un equipo de funcionarios, muchos de los cuales
han sido y están siendo condenados por diversos actos de corrupción. El
proyecto “Nacional y Popular” se arrogó una increíble omnipotencia al considerar
que al poseer el aval de la mayoría de los votantes podría realizar cualquier
acto, aún si era lesivo para las minorías disidentes.
Sería
simple centrar todo análisis en las lamentables actuaciones que una corporación
política realiza en contra de la sociedad, pero desafiante es intentar observar
cómo se llegó a tal situación. Es oportuno visualizar que la democracia por sí
misma no es un valor absoluto e infalible. Como toda herramienta que posee un
hombre, el destino que se le dé dependerá exclusivamente del uso virtuoso que haga
su portador. En este sentido, es válido afirmar que los derechos inherentes a
toda persona no deberían estar sometidos a una mayoría circunstancial. La
comprensión de esta tesis fue lo que avaló los juicios de Núremberg. Ante
fenómenos políticos de tal envergadura queda demostrado que el postulado de J.
J. Rousseau sobre la “infalibilidad” de la voluntad general del pueblo es
totalmente falaz. Así como un individuo puede cometer un error, una comunidad,
ya sea política, científica, religiosa o artística, también pueden incurrir en
equivocaciones.
Frente
a la falibilidad propia de la condición humana, una alternativa superadora
sería retomar una senda republicana para las instituciones políticas de la
nación. Esto implica que para salvaguardar la democracia sea preciso que
ciertos valores, que hacen a la dignidad humana, no puedan ser sometidos a la
consideración de terceros. No se sigue de que un gobierno tiránico deba ser
unipersonal, ya que nada obsta a que corporaciones o grupos ideologizados se
organicen para acceder al poder y llevar adelante un proyecto político
totalitario. Una democracia republicana implica que prerrogativas
trascendentales, como la vida, la libertad (expresión, culto, circulación o
prensa) y la propiedad privada, queden consolidadas en cabeza del ciudadano sin
el riesgo de que un tercero, haciendo un abuso de los mecanismos de elección y
representación, restrinja aquello que le es propio por naturaleza.
Autor: Horacio Giusto Vaudagna
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